Dudamel y la épica de sus muertos célebres
No voy a decir que cargué a Rafael Dudamel, porque era imposible que a aquel chamo de 1.83 m, más grande que todo el comando técnico, alguien pudiera llevarlo en andas. Había llegado de Mérida un portero diferente al rin de sus pares, impetuoso, impulsivo, en los tiempos del Mundialito del Olímpico de Caracas para su versión 1987.
Supimos que venía de la escuela del “Mono” Rivas y de Gilberto Amaya, dos ilustres formadores del balompié emeritense, que estaban en la hojita de vida de aquel grandote yaracuyano. Por eso, cuando el paragua Andrés Jiménez, comenzó a exigirlo en las rutinas diarias, sabía que había recibido un portento, que superaba el entusiasmo y la entrega de los capitalinos Konrad Majster y Ricky Fusella.
Dudamel estaba llamado a ser el titular y así llegaría a ser el dueño del arco venezolano para la cita más soñada por cualquier niño futbolista de nuestro país entre los 13 y 14 años. El evento original que, a partir de 1986, con la Academia Venezolana de Pedro Castro, comenzó a organizar el empresario deltano Luis Enrique Vargas, auspiciado por Radio Caracas Televisión, en el estadio Olímpico de Caracas.
Todos estábamos convencidos que aquel portero estaba para grandes cosas y que un día lo veríamos en las luminarias del futbol suramericano.
UNA ANÉCDOTA JUVENIL
Pero no fue fácil controlar aquel carácter rebelde, de un Dudamel de reacciones exacerbadas, que llegaba a poner en riesgo su presencia en la cancha. Ese drama siempre pasó por nuestras cabezas y se puso en evidencia en algunas oportunidades, como la vez que en un Torneo Invitacional en Lima, Perú, fue expulsado en la primera fecha por todo el torneo.
Hizo un reclamo quizás un poco destemplado contra un árbitro que buscaba favorecer al equipo local organizador, y que había optado por finalizar el partido antes del tiempo reglamentario cuando estábamos cerca del empate.
Habían agarrado la manija el locuaz Félix Hernández y un mediocampista chiquitico, genial y milimétrico llamado Gerson Díaz, con un 2 por 1 remontable. Hasta allí llegaron las esperanzas venezolanas de figuración porque el portero suplente, que había ido convencido de que iba a pulir banca, le tocó cubrir mientras su mamá se quedaba rezando, con una vela encendida, sin ver los partidos en la profundidad del camerino del estadio de Alianza Lima.
Es sólo una anécdota del Dudamel juvenil que nunca dejó de ser él mismo, asumiendo que el fútbol, como jugador y entrenador, era una batalla de supervivencia. Con el ingrediente de haber nacido en un país sin tradición futbolística, estaba obligado a plantar cara para ganarnos el respeto.
Hay que reconocer que a la par de ese carácter, Dudamel manejó siempre un discurso disuasivo, quizás altisonante, que siempre buscó convencer a todos, de que, con medias tintas y versos edulcorados, no se podían cambiar realidades.
VERDES Y MADURAS DE DUDAMEL Y…
Y así se mantuvo en sus momentos cumbres tanto como jugador del fútbol profesional en Venezuela, Sudáfrica, Argentina y Colombia, como en la Selección Vinotinto en la que llegó a convertirse en garante de su valla y luego en su comando técnico.
En el plano de entrenador, Dudamel vivió las verdes y las maduras, del siempre inestable fútbol venezolano, y también pasó su Darién en instituciones emblemáticas del fútbol continental.
Un fútbol venezolano que, increíblemente, condujo a la final del Mundial Sub 20, con la posibilidad de tocar el cielo ante una Inglaterra que está a años luz de nuestra historia y organización, y a la que no le sobró nada para imponerse apretadamente un gol por cero, a una Venezuela virtuosa y con arrestos.
Santa Fe, Millonarios, América de Cali, Cortulúa y las grandes gestas con el Deportivo Cali, hicieron colombiano a Dudamel, querido y respetado en ese país –a pesar de cierto periodismo ególatra y mordaz- que no perdona los deslices de su carácter, que nunca colidieron con su autenticidad como un ser pensante que no se quedaba con nada por dentro.
Atlético Mineiro, la U de Chile y Necaxa, fueron experiencias traumáticas, pero nada detuvo al paisano de María Lionza en su persistencia. Y sin detenerse en bemoles, fue por lo suyo, con una fe de carbonero, para alcanzar la cúspide como entrenador del Deportivo Cali, al que hizo campeón, para después verse obligado a abandonar un barco que se desmoronaba institucionalmente.
El retorno de Dudamel al fútbol colombiano luego del desencanto mexicano, fue toda una apuesta, terca y obsesiva, con un proyecto que fue cuajando desde el reto que asumió junto a sus dirigidos que igual transitaban por el callejón incierto de sus carreras.
“Muchachos, ustedes como yo, venimos de fracasos y no tenemos otra que cambiar el rumbo de nuestras vidas, para demostrarnos que aún tenemos mucho que dar y hacer historia con este equipo y esta gente de Bucaramanga que espera mucho de nosotros”, debió ser su perorata ante aquellos casi cadáveres insepultos que lo escucharon con mucha atención.
Era el Dudamel, otra vez dispuesto a todo, a no dejarse amilanar por los diluvios ni la tempestad de sus días tormentosos. Y en un momento de premonición, surgió de su optimismo galopante aquella afirmación que retumbó en el incrédulo contexto del fútbol colombiano: “Atlético Bucaramanga va a ser campeón por primera vez”.
Es el Dudamel que acaba de protagonizar la épica de los cadáveres célebres del fútbol colombiano, acabando con 75 años de sequía de un equipo chico que esta vez no fue comparsa sino el rey del Carnaval. Y con Dudamel, el papá de la Miss Amanda, los venezolanos Marcos Mathías, Rodrigo Piñón y Joseph Cañas.
Qué orgullo de ese talento nuestro, que obliga a los vecinos y al mundo, a repensar y creer que somos más los venezolanos buenos, entre toda esa gente que busca un mejor destino.
¡Grande, Rafa!