La camiseta azul de Miguelito

El Fútbol en Cuentos

 

La camiseta azul de Miguelito.- Aunque mi padre llegó apenas hasta tercer grado, practicaba una Regla de Tres casi perfecta e inmediata. Sí le pedías 100, te daba 90. Sí le pedías 200 te daba 180 y como yo estaba destinado a estudiar Pitágoras, también practiqué la Regla de Tres  y de manera inflacionaria colocándole sobreprecio a las cosas para que, al recibir el dinero, estuviera lo más cercano a la realidad.

Este ejercicio lo hice una y otra vez hasta que tuve la capacidad de independizarme, pero ese largo camino fue infinito, pesado y aburrido. Pedir es fastidioso, no entiendo ese plan de mendigar por mendigar. Gracias a esas cuentas y a ese tercer grado, mi padre gozó de la prosperidad que deseó.

Corrían los años 90, de un Estudiantes de mitad de tabla patrocinado por Banco de Maracaibo y encabezado por Yolanda de García, la primera mujer presidente de un equipo de fútbol en Venezuela, hechos de los cuales mi padre siempre estuvo ajeno. Por aquellos años Miguel y yo debíamos comenzar nuestra etapa del Liceo, pronosticado para ser una etapa de adolescencia emocionante y retadora.

Planeamos ir a comprar juntos las franelas azules del uniforme que, con nuestro tamaño, era lo único que nos diferenciaba de otros alumnos de Escuela Básica, pero les juro que esa camiseta, en nuestro mancillado ego, nos hizo crecer centímetros. Miguel llamó a mi casa y acordamos encontrarnos en la Plaza Bolívar, un punto de encuentro central a dónde pararon casi todos mis gastos de vestimenta, alejado de los mejor posicionados Centros Comerciales.

Miguelito contó más generosidad de parte de su padre que no sólo le dio dinero sin tantas cuentas, sino que también le dio para dos franelas. Miguel era rico con 400 Bolívares, el doble que había en mi bolsillo. Yo tendría que arreglármelas con una camiseta hasta mitad de año, luego reusaría la de mi hermano que marcaba el paso un año antes que yo.

Nos encontramos en el centro y fuimos al Gran Mundo, una tienda por departamento que para mí fue el primer parque de diversiones de la ciudad. Era una tienda de 3 o 4 pisos abarrotada de ropa, telas, paños, cortinas y en cada nivel tenía una especialidad. Desde el primer piso hasta el segundo, se hacían filas de niños deseando montarse a la escalera eléctrica, que era el atractivo de la visita.

Justo antes de llegar al Gran Mundo, Miguel vio que vendían una camiseta del equipo. En aquellos años, el señor Celso Alonso dueño de Tasca Restaurante La Sevillana en la esquina de la Avenida Don Tulio, había fundado junto a otros fanáticos la “Fundación Amigos del Estudiantes de Mérida” que hacía eso: vender mercancía del equipo para ayudar a las arcas. Con esa iniciativa trajeron dos jugadores brasileños: Joao Claudio Da Silva y Silvano Pereira.

Miguel quedó enamorado de la camiseta. No era del uniforme, pero era alusiva al equipo, por lo que no sería fácil encontrarla en el futuro. De repente desembolsilló 200 bolívares, como si no quisiera pensar, ni mucho menos hablar porque apenas se dio cuenta que le pertenecía, desgarró su suéter y usó su nueva prenda. Me miró y me preguntó ¿Qué tal? aún sonriente. El tipo había gastado su media fortuna, su uniforme escolar. Así mismo le habían obsequiado una cinta de capitán, como bono de regalo.

Entramos a comprar la camiseta azul, como habíamos planeado, y en ese momento Miguel se da cuenta del gasto y los posibles escenarios. Se miraba la nueva camiseta puesta de arriba para abajo y no sentía remordimiento, pero pensar en las preguntas de su padre le desdibujaba el ánimo. Yo procedí a hacer la compra mientras que Miguel hizo lo que debió haber hecho antes, decir No.

“No puedo llegar con una sola prenda del uniforme” me dijo ya con claridad, aunque admiré su tranquilidad. Nunca se ofuscó. Yo, con bolsa en mano, salí del Gran Mundo junto a Miguel que empezó a maquinar posibles soluciones mientras pasaba sus dedos buscando pulcritud en la camiseta del equipo.

Ya con cara de preocupación Miguel y yo empezamos a caminar por el centro. A media cuadra escuchamos como unos buhoneros, esos que se robaban la mitad de la acera y montaban un tarantín improvisado vendiendo cualquier cosa, estaban gritando “Franeeeelas, Franeeelas” y justo tenía en su mano derecha un par de camisetas azules escolares.

Entre la oferta y la demanda hay distancias kilométricas que se recorren a pie. Le preguntamos el precio de las franelas y nos escupió “tenemos de 80 y 100”. Miguel recobró la sonrisa y sin ver los detalles pide su talla: “12 por favor”. Mientras el señor, con acento colombiano, siguió despachando clientes, nosotros esperamos sentados.

Cuando llegó las Talla S, las noto muy diferente a la mía. Costuras sencillas, colores medianamente blanqueados y tela a la mitad de calidad. No es que la mía fuera de marca lujosa, de hecho, hasta el día de hoy no sé si existen, pero seguro que su padre sí tendría mejor concepto de la calidad.

Miguel regateó las de 100 a 95 y con los 200 restantes compró dos. Ambos sabíamos que su padre no podía ver tanto los detalles, entonces me dijo convencido que necesitaba llegar medianamente tarde para que su padre no las viera muy bien. Con 9.5 de miopía era fácil engañarlo en la oscuridad, casi en la cama cuando los lentes descansaban en la mesa. Un hp “miguelito” Morales. Su madrastra poco se preocupaba, así que tenía su fórmula.

El primer día de las clases, vi a Miguel sonriente en el Liceo Tulio Febres Cordero. Su presencia marcaba abandono con la camiseta desteñida, como escurriendo sobre sus hombros, desgarbado por momentos, prueba irrefutable de una compra barata y sin experiencia. En su brazo izquierdo, portaba la cinta de capitán con las letras AKD y 2 estrellas.

Se lo dije sutilmente, pero me aseguró que usaría por debajo la del equipo académico que cambiaba totalmente su apariencia. El profesor Vielma, ex jugador de Estudiantes de Mérida y profesor de Educación Física, nos lanzó una pelota a la cancha en el receso y comenzó la aventura.

A pesar de su tamaño, Miguel se lució con la pelota ante jugadores de más edad y tamaño. El profe, desde la banda le gritó: “Ven acá chiquitín, ya salga”, quizás para protegerlo. Fue saliendo aplaudido de la cancha, mientras se desprendía la cinta de Capitán. Con el mismo gesto sonriente que hizo Cristián Rivas, al terminar ante Metropolitanos luego del 4-0 con 2 goles de la “Tuka”, un autogol y uno de Marlon. La camiseta azul de Miguelito.- 

 

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